Había una vez una viuda que tenía dos hijas. Era esta mujer de un carácter insoportable, hasta el punto de que en el lugar en que vivían se decía que su difunto marido había muerto por no soportarla. Y debía ser así porque era soberbia, orgullosa, egoísta, malhumorada y presumida. Todo lo contrario que su marido, que era bueno, bondadoso, trabajador y excelente persona. Estas dos personalidades tan distintas se reflejaban en sus hijas, mientras la mayor era el vivo retrato de su madre, la pequeña lo era de su padre. Como era de esperar, la madre viuda mimaba a su hija mayor a todas horas. Sin embargo, la pequeña era la encargada de hacer todas las tareas de la casa.
-¡Vamos, tú, vaga! – le decía la madre – date prisa o no terminarás nunca, todavía tienes que barrer, hacer las camas, ir a la compra, hacer la comida y traer agua de la fuente. ¿No ves que tu hermana está muy cansada y no debe trabajar?
La pobre niña no paraba desde que amanecía hasta bien entrada la noche, mientras su hermana mayor se pasaba las horas ante el espejo, arreglándose el pelo y maquillándose, a pesar de no ser guapa como su hermana pequeña. Todas las mañanas, la hermana pequeña cogía su cántaro e iba a la fuente a llenarla. El camino era muy largo, pero no había otra fuente más cercana. Y así era su vida, un día tras otro, sin tener apenas tiempo para descansar.
Una mañana soleada de primavera, llegó la niña a la fuente, para llenar su cántaro, como hacía a diario. Ya lo había llenado y estaba sentada descansando de tan largo camino antes de regresar, cuando vio venir hacia ella a una anciana, apoyada en un palo, encorvada y vestida de harapos; no era muy agradable su aspecto, aunque sus ropajes, a pesar de viejos, estaban limpios y aseados. Cuando llegó al lado de la niña, se sentó a su lado y con un hilo de voz, le dijo fatigada:
-Ay, que cansada estoy, querida niña. ¿Serías tan amable de darme un poquito de agua? Ni fuerzas tengo para inclinarme.
-Pues claro que sí, señora. Beba usted cuanto quiera. Y lo que siento es no tener nada más que ofrecerle.
La anciana bebió del cántaro y poco después y cuando la niña ya se despedía para volver a casa – pues ya se imaginaba el enfado que tendría su madre al tardar tanto – la anciana le dijo:
-Que buena eres, querida niña. Y que gran corazón el tuyo. Con esta buena acción te mereces un premio. Vuelve a tu casa antes de que tu madre se impaciente. No tardarás mucho en conocer mi regalo por tu gran corazón.
La niña se despidió de la anciana, contenta con su buena acción. Cuando llegó, efectivamente, su madre estaba muy enfadada. Y le pidió que le diera una explicación de porqué había tardado tanto.
-Tienes razón, madre, seguramente me he entretenido demasiado, no volverá a pasar.
Pero, ¿qué estaba ocurriendo? De la boca de la niña, mientras hablaba, salían bellísimas y valiosas piezas: perlas, rubíes, topacios….toda una fortuna.
-¿Pero qué es esto? – preguntó la madre.
La hija mejor la explicó la historia a su madre y ésta, rápidamente, llevaba por la avaricia, fue a hablar con su hija mayor, para que hiciese lo mismo y también pudieran salirle piedras preciosas de la boca. La hija mayor no se tomó nada bien tener que ir a por agua, ella, que era tan frágil y caprichosa.
-¿Ir yo por agua a la fuente? ¿Quién te has creído que soy? Yo soy una señorita y no una criada. Para eso está la inútil de mi hermana.
-Anda hijita, sol de tu madre, no seas así. ¿No ves que todo esto es por tu bien? Así serás rica y tendrás los mejores pretendientes del país.
Y tanto insistió la madre que a regañadientes obedeció. Tomó el cántaro y fue a la fuente. Como nunca había realizado un trabajo tan duro, llegó rendida, puso el cántaro debajo del chorro de la fuente y se tumbó en la hierba. Tan indignada estaba por ocuparse de tal tarea, que no oyó acercarse a la anciana, que una vez a su lado, le dijo:
-Querida niña, ¿serías tan amable de darme agua de tu cántaro? Estoy tan cansada y soy tan vieja…
-Vamos, señora, déjeme en paz – dijo la hermana mayor - ¿Es que no ve que estoy descansando? Si quiere usted agua, ahí tiene la fuente, beba todo lo que quiera.
La anciana se sentó sin decir nada. Pero cuando la joven cogió el cántaro – ya lleno – y se disponía a marcharse, le dijo:
-Espera un poco, muchacha. Tienes mal carácter, eres grosera y maleducada. No tienes compasión de nadie. Tu mal corazón merece un castigo. Vete y no tardarás en saber de mí.
La joven no hizo caso y se marchó a casa. Cuando la madre le preguntó si había visto a la anciana y que era lo que había ocurrido, ella comenzó a explicarse. Pero esta vez no salían piedras preciosas, sino todo tipo de reptiles: sapos, lagartijas y otros bichos.
Cuando ambas entraron en la casa, vieron que la hija menor estaba haciendo la maleta con las pocas pertenencias que poseía.
-Mi querida hija, ¿Es que te vas?
-Sí, me voy, mamá. Me marcho y no volveré más a esta casa donde nunca se me ha querido.
-¿Y qué haremos nosotras sin ti?
-Fácil – contestó la joven – puedes hacer que mi hermana no abra la boca nunca más. Y, en cuanto a vuestro futuro nada os faltará: yo me preocuparé de que recibáis cuanto os haga falta, pero yo he de irme en busca de alguien que me quiera más que vosotras.
Ni ruegos ni lágrimas conmovieron a la niña. Se despidió de su madre y de su hermana, y se fue llorando porque, en el fondo, quería a su familia.
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