Nos encontramos en una especie de caverna subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están atados desde niños por las piernas y el cuello. De esta forma están obligados a quedarse quietos y mirar únicamente hacia adelante. Las ligaduras les impide volver la cabeza. Detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos proyecta sombras que ellos no logran comprender, ya que del fuego los separa un tabique de piedra. Detrás de ese fuego, un camino se sitúa en lo alto de la caverna, por la cual el resto de hombres libres entran y salen a su antojo. A lo largo del tabique de piedra, unos hombres transportan toda clase de objetos: estatuas de hombres o animales hechas de piedra, de madera, etc.
Los prisioneros son iguales que nosotros. Lo único que han visto en su vida a parte de sí mismos y sus compañeros son las sombras borrosas proyectadas por el fuego sobre la pared de la caverna que está frente a ellos. Los hombres atados no tienen por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados.
Un día, uno de los prisioneros escapó, salió al exterior de la caverna y contempló el paisaje y todo había a su alrededor. Vio el sol, los campos, los animales, un río... descubrió la verdad. En vez de escaparse, el prisionero que se había hecho libre volvió a la caverna para contarle a sus compañeros lo que había visto, pero éstos no le creyeron y el dieron la espalda.
Fuente entrada: María Moreno Alfaro
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