─ Por favor, deja que me vaya de la ciudad en este mismo instante – le pidió el visir a su señor.
─ ¿A qué se deben estas prisas? – le preguntó el califa, a lo que su fiel servidor respondió:
─ Esta mañana, cuando venía camino de palacio, alguien me ha tocado en el hombro y, al girarme, he visto que era la Muerte. Era una vieja dama completamente vestida de negro y seguro que me buscaba. Si me da su autorización, cogeré mi caballo y así esta noche ya estaré a salvo en Samarkanda.
No acabando de creérselo, el califa se disfrazó como era habitual para ir a recorrer de incógnito las calles de su ciudad. Cuando llegó a la plaza del mercado, buscó a la Muerte y, efectivamente, aún estaba allí. El califa, lleno de valor, salió a su encuentro y le preguntó: