El primer día, el muchacho clavó más de 30 púas, pero a
medida que pasaban las semanas consiguió ir controlando su genio y, como
resultado, cada vez tuvo que gastar menos clavos. Y es que era mucho más fácil
poner freno a su mal carácter que pasarse el día dando martillazos.
Cuando el joven consiguió tener un control absoluto sobre
los brotes de mal genio, su padre puso en marca la segunda parte de su plan: le
pidió que retirase uno de los clavos de la puerta cada día que lograr contener
su ira.
Los días iban pasando con tan buena fortuna que el muchacho
pronto pudo comunicarle al padre que ya no quedaba ni un solo clavo que
arranchar de la maltratada puerta. Y, entonces el padre le dijo: “Hijo mío, te
felicito por el esfuerzo que has hecho, pero mira todos los agujeros que has
dejado en la puerta. Piensa que cada vez
que pierdas la paciencia o que des muestras de tu mal carácter, dejarás en los
demás cicatrices tan difíciles de curar como las que ves aquí”.
Fuente: Revista Pronto.
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